martes, 30 de enero de 2007

Sueños desde el invierno


Sueños desde el invierno

El silencio que ocupan los pequeños sonidos: un hachazo que parte un tronco, la gotera en la esquina del alero que socava lentamente la nieve congelada, un perro que ladró un poco (muy lejano), un auto a un par de cuadras que transita por una calle de tierra esquivando los pozos, un par de chicos que llaman a alguien más, el viento, mi respiración cortada por el frío...
La voz gastada por el exceso, tratando de disimular la extenuación posterior a la trasnoche (cosas que sólo logra resaltar más). Moviéndose los pies lentamente, reptándose por la casa para no escuchar tan fuerte el crujir de los huesos, que se quejan, disconformes con el resultado. El pelo crispado y revuelto sin ningún motivo, abandonado por el espejo (que prefirió tirarse en el sillón a mirar las noticias por la CNN) y así, ofendido, juega a ser rebelde sin causa.
La respiración se acorta y es cada vez más silenciosa, aparenta desvanecerse y mezclarse con esa quietud que reina en la tierra (por lo menos en la porción que está ahora a la vista) y la boca sonríe porque sí, pensándose divertida al hallarse entre tremenda relación (entre el aire de adentro y el de afuera, por supuesto), queriendo interrumpir el emotivo encuentro con su entrometida sensación de exaltación y lujuria.
¡Y yo que no tengo una birome!, sabía que debería haber traído la cartuchera; tantas montañas recortándose en el horizonte y esa bandera argentina que flamea en el techo de una casa en ruinas: cómo me hubiera gustado describir este momento en tinta.
Después también había una calle, con pocos espacios vacíos para pasar a través y con pocos silencios de ruidos reflexivos. También estaba ahí el café: grande y aventanado, que parecía más frío que la calle y más aburrido que el espejo. Pero tenían chocolate caliente.
El recorrido hasta la cama parece interminable, cada segundo que retumba desde las agujas incansables del reloj de la pared, cada imagen sin sentido que pasa por la pantalla; todo es tan igual que parece a propósito.
¿Y ahora? De vuelta a la calle. Ya deben estar ahí.

martes, 9 de enero de 2007

Árboles


Desde la tierra –redonda según dicen- nace una mano hacia el cielo –infinito creo-.
Una espiral de vida que cambia y crece constantemente y al mismo tiempo (circular de seguro) acentúa su identidad.
Un pie que se levanta de su madre y desde ella se va a explorar el aire, a experimentar el vuelo y a bailar con el viento. Pie que descubre que podrá volar y bailar pero no dejará de sentir su raíz, su conexión con el agua desde lo más profundo, con la esencia que emana desde los huesos quebrados y las rocas hechas polvo.



Y yo aquí, una pequeña hormiga que observa desde el suelo hacia arriba, con una hojita a cuestas y el deseo de llegar hasta allá, aunque sea despacito, para sentir la danza desde adentro. Sabiendo que nunca seré árbol para vivirlo (puesto que he nacido hormiga esta vez) pienso conseguir al menos la belleza compartida de tal inmensidad (gracias a ellos que comparten invariablemente).
Viajando desde las raíces que se aferran a su vientre terracota hasta las ramas más volátiles, mi camino avanza y circular se trepa por la corteza de un mundo vivo que se estira para alcanzar los sueños. Viajando desde las verdes estepas de las hojas al sol, como una gota de lluvia que retorna a su lecho bajo la superficie, hasta los hondos pensamientos que se esparcen en el regazo de la tierra húmeda y fresca.



Frescos sueños entre los árboles, sol que otorga vida al eterno bosque de las almas, cuerpos que trepan y bajan en espiral. Redonda conexión (aire, manos, pies y pensamientos) que fluye desde las entrañas de lo inimaginable: lo oculto, subterráneo y matriz... la tierra (mundo y madre de mundos infinitos).